enero 21, 2009

Fantasmas en el parque

“La Negra estaba leyendo un libro, debe ser Los Buddenbrook, de Thomas Mann, porque lo tiene como una especie de breviario. No interrumpo, me quedo lejos, pensando en la exigua tribu de los lectores de libros.
Me acuerdo de la fotografía de un hombre que parece arrodillado ante un altar. En ésas lo sorprendió Sara Facio. El hombre busca un libro entre otros, y aunque la vista lo traicione, le sobran tacto, olfato y corazón para hallarlo. Sabe que la búsqueda es mutua, que lector y libro acaban encontrándose.
El encuentro sobrevuela siglos y continentes, adivina lenguas extrañas y signos misteriosos. Cuando se reúnan dialogarán en silencio, o quizás el hombre murmure algunas líneas, según su costumbre, recordándolas como si las viera.
El gesto reverencial del señor arrodillado no se dirige a las alturas sino a ras de tierra, donde en ese instante se alinean los objetos de su devoción. La imagen es ejemplar, estampa de un santo reverente ante la sabiduría.
Los que llevamos un largo trecho de vida compartida con estos objetos y buscando siempre otros, murmuramos también una unánime plegaria de gratitud.
Primero, para quien nos enseñó a leer.
Vivimos entre libros, hemos tenido la libertad de elegirlos y la posibilidad de descifrarlos en una era en que la instrucción fue (casi) universal. No necesitamos ser monjes ni damas de la nobleza y si pertenecemos a una cofradía no es la del poder ni la del dogma, simplemente hemos sido elegidos por los libros desde temprana edad. Bendito sea un privilegio desinteresado, no esgrimido para someter a los diferentes.
La plegaria del lector gustoso incluye un solo pedido: seguir leyendo. Aún en la noche que afligió a Borges, los textos memorizados y los que voluntades amigas le acercaban oralmente le impidieron claudicar, porque la lectura es sinónimo de respiración.
Es inevitable mencionarlo, fantasma recurrente de estas páginas, porque ensalzó la tarea del lector sobre la del escritor, en un lugar del mundo donde ambas actividades no fueron ni son precisamente auspiciadas.
Fue el Sumo Lector, el que tradujo e interpretó la literatura universal, el gramático que nos enseñó a leer, y si fuéramos buenos aprendices, también a escribir, el maestro a menudo arbitrario de adultos a menudo díscolos.
El lector nace, siempre que cuente al nacer con las hadas reglamentarias asomadas a su cuna que le otorguen dos dones. Una familia natural o vicaria, en la que un adulto esté hechizado por un libro. Y un ámbito escolar donde se enseñe humildemente a leer y escribir, porque pese a los cambios vertiginosos de la informática, durante bastante tiempo nos seguiremos manejando con el alfabeto.
Recuerdo una antología llamada El curioso entretenido, título que define a lector incipiente. En cualquier ámbito de gente bien alimentada puede brotar esa chispa que lleva a manosear revistas, descifrar carteles, y hasta los papeles rotos de las calles, según la archicitada frase de Cervantes. De esta chispa - si nadie la apaga a baldazos - nace una hoguera vital de placer y devoción.
*
Lector se nace, lector se hace, lector se muere.
Como el hábito no tiene finalidad práctica, no admite renuncia por abandono ni por desaliento ante el posible competidor. El lector se arrodilla como el arqueólogo, trepa escaleras como el restaurador, fortalece músculos con el diccionario de María Moliner, huronea de tomo en tomo. Lee de pie y escarba en las librerías, sufriendo la melancólica anemia de su bolsillo, el despiste de los libreros y la necesidad del ángel que lo aliente para desmalezar la selva de libros chatarra.
Lo creíamos sedentario y en realidad es un atleta, comparado con los prójimos que sortean estas gimnasias y se solidifican en ángulo recto frente a las pantallas.
El lector es feliz de ser contemporáneo de una abundancia de libros única en la historia: las cifras y la exhibición a menudo groseras abruman. Pero del exceso nace la posibilidad y de esa variedad nace el gusto formado a fuerza de errores y descubrimientos.
Envidia a los fanáticos del fútbol porque pueden trenzarse en argumentos con cualquier vecino, porque todos comparten ídolos del mismo dogma y un código enciclopédico de conocimientos específicos. Al lector le cuesta cada vez más encontrar interlocutores, interlectores.
Muchos disfrutan del diálogo electrónico, herederos de los entusiastas espiritistas de hace un siglo. Pero al veterano le parece, hasta que lo exterminen por anacrónico, un intercambio entre fantasmas.
Como el paisano usa el adobe, y el esquimal el hielo, el lector se ha fabricado una vivienda de libros, una madriguera con vista al universo.
Roba los ratos que puede a una agenda saturada de tareas y estrecheces, y espera el momento en que las cirugías reparadoras le permitan corregir una memoria fláccida, una concentración rugosa, una mustia capacidad de ilación.
Si el lector va por el mundo con cierto aire de quedarse entre las azucenas olvidado, como le pasaba a San Juan de la Cruz en otros trances, qué decir de la lectora, que va por ese mismo mundo con un talante de franco desvarío, tironeada por la multiplicidad de sus deberes, añorando un rato propio para reanudar el párrafo interrumpido, a menudo años atrás, hace ya varios hijos.
Pero también está el caso de la actriz Elena Tasisto, capaz de leerse un libro entero de pie, al sol y en el borde una piscina. Y la valiente secretaria que también lee de pie, pero en el colectivo atestado.
El placer de la lectura se atiza con sentimientos no siempre recreativos. Pensar no significa columpiarse. Hay lecturas que abren heridas absurdas a lectores sanamente infantiles, incapaces de simbolizar y que transitan con pánico los avatares de protagonistas míticos o reales.
Y está el que al emerger de una larga novela, deambula durante varios días hecho una Bovary, salpicado de pólvora de batallas y perfumes de bailes cortesanos. Más la sensación de orfandad que deja en el alma el fin de la extensa aventura.
Promediando el paseo por el Infierno de Dante la lobreguez pide un paréntesis; tampoco es fácil tolerar la perversidad de los villanos de Shakespeare, nuestros semejantes y hermanos. Y pueden embriagar como una droga la lengua y los infortunios del Quijote.
Y en cuanto al tan mentado Proust, no es la minuciosa transcripción de los celos de Swann en decenas de páginas lo que impacienta, sino la sospecha de verse radiografiado, congelado en un momento de su vida y preguntarse con desazón: ¿cómo pude ser tan imbécil?
El debate tan machacón como hipócrita (porque en realidad se trata de una campaña de exterminio) sobre la inminente desaparición del libro, pese a que la editoriales siguen abarrotando librerías, quizá requiere una interpretación. La ansiedad que suele acompañar este debate parece disimular una liviana transposición del único duelo obsesivo y aterrador. No es seguro que el libro esté destinado a desaparecer mañana, pero sí es seguro que desaparecerá cada uno de nosotros especimenes humanos. Y es posible que cuando dejemos este mundo, algunos libros nos echen de menos.”
*
“Cuando amanezca el día de Juicio Final y los grandes conquistadores, jueces y estadistas se presenten a recibir sus recompensas: coronas, laureles, sus nombres grabados en imperecedero mármol, el Todopoderoso le dirá a Pedro, no sin cierta envidia al vernos llegar con los brazos cargados de libros: “Pedro, éstos no precisan recompensa. Aquí no tenemos nada para darles. Fueron amantes de la lectura”.” (Virginia Woolf)

María Elena Walsh

enero 04, 2009

Voilà! Jouissez!


"So this time right, I'm just keeping quiet"


"What I want from this, is learn to let go"

Damien Rice & Lisa Hannigan Live from Abbey Road.